El terrorismo de Estado es un hecho concreto y constatable a lo largo de la historia contemporánea y, tristemente, también en la actualidad. Lo podemos describir a grosso modo como los casos en que los aparatos de Estado, por medio de sus agentes, infunden terror hacia su propia población o, en ocasiones, en la de otro Estado. No obstante, como concepto, pese a los mencionados alcances, por inverosímil que parezca, no ha sido definido por ningún estatuto jurídico nacional o internacional.
Origen del concepto de Terrorismo de Estado
En ámbitos coloquiales e incluso políticos y mediáticos, el uso del concepto de terrorismo es un poco difuso y hasta abusivo. En ese sentido, podemos decir que, en general, antes que utilizarse como un concepto preciso se usa de manera más bien arbitraria. Ahora bien, esto no es de extrañar. Por la naturaleza del asunto, en los intentos por delimitar que es y que no es terrorismo, es decir en los intentos de definirlo rigurosamente, entran en juego emociones que van desde el sentido de autoconservación hasta en cuestiones ideológicas, sociales y culturales preconcebidas.
La historia moderna del terrorismo en occidente la podemos rastrear, genealógicamente, hasta los nihilistas rusos de mediados del siglo XIX. Estos serían el antecedente que luego daría paso a la propaganda por los hechos de los anarquistas individualistas. Luego, a lo largo del siglo XX, podemos apreciar un triste reguero de violencia protagonizado por grupos fascistas y de extrema izquierda. Y finalmente, en la última década del siglo, con el Fin de la Historia y -presuntamente de las ideologías- los viejos agentes del terror serían relevados por yihadistas salafistas que actúan esporádicamente hasta nuestros días.
Es por lo anterior que, en un sentido amplio, podemos adelantar que la noción general de terrorismo, se suele asociar a aquellas acciones perpetradas por individuos, células o bandas que, adoctrinados por ideologías políticas radicales o fundamentalismos religiosos, cometen atentados que afectan indiscriminadamente a población civil o militar.
Los imaginamos conspirando y planificando sus acciones en sórdidos pisos en la clandestinidad o incluso desde las cárceles. Enemigo interno o externo, los solemos asociar a una imagen oscura; a una amenaza proveniente desde un submundo opaco e indescifrable. Es el Otro totalmente diferente a la mujer y al hombre civilizado; al ciudadano. Y, por extensión, se entienden como agentes subversivos, contrarios al Estado, su ley y su orden.
Pero esta no es la única modalidad de terrorismo. Existe otra modalidad que, cuando se ejerce, es de mayor proporción en términos de sus efectos cuantitativos y cualitativos. Su alcance es mucho mayor en lo que respecta a cantidad de víctimas directas, pero también lo es en cuanto a impacto y eficacia sobre lo que se pretende conseguir en la subjetividad de los testigos del terror. Nos referimos al terrorismo de Estado.
El terrorismo de Estado es un hecho concreto y constatable a lo largo de la historia contemporánea y, tristemente, también en la actualidad. Lo podemos describir a grosso modo como los casos en que los aparatos de Estado, por medio de sus agentes, infunden terror hacia su propia población o, en ocasiones, en la de otro Estado. No obstante, como concepto, pese a los mencionados alcances, por inverosímil que parezca, no ha sido definido por ningún estatuto jurídico nacional o internacional. ¿Entonces? ¿En qué nos basamos para delimitarlo y, eventualmente, juzgarlo y condenarlo? Por lo pronto podemos avanzar en una conceptualización basada en la evidencia empírica.
El primer elemento que nos permite separar el terrorismo de Estado de formas de terrorismo convencionales es, lógicamente, quien lo ejecuta. Contrario a lo que nos remite el concepto común de terrorismo, el terrorismo de Estado no es ejercido por una fuerza subversiva, insurgente o antagonista, sino que es perpetrada por el mismo Estado a través de sus agentes o de grupos paraestatales que cooperan con él en un determinado momento. Su objetivo suele ser la supresión de una fuerza política, cultural, étnica o religiosa, que se considera enemiga. Y el terrorismo es funcional tanto para eliminación física de esos enemigos de Estado como para enviar un mensaje intimidante al resto de la sociedad que se encuentra en el rol de testigo.
Esta descripción puede identificarse fácilmente con las facultades represivas del Estado. Pero no debemos confundirnos. Aquí encontramos otra característica básica que nos sirve para afinar el concepto: mientras las facultades represivas se ejecutan dentro de los marcos jurídicos nacionales e internacionales, el terrorismo de Estado se despliega al margen de la propia institucionalidad del Estado que lo aplica y, en ocasiones, incluso se ve trasgredido el derecho internacional.
Si seguimos delimitando el concepto notaremos que, al menos desde la perspectiva de derechos que progresivamente asumen los Estados democráticos avanzados, es decir, la perspectiva en la que los Estados aspiran a garantizar -o al menos proteger- el goce de derechos de sus ciudadanos; bajo el terrorismo de Estado, el poder de su aparato, específicamente el monopolio de la fuerza, se utiliza contra su propia población -o la de otro Estado. Este punto es particularmente contradictorio y grave desde cualquier punto de vista. Porque cuando hablamos de monopolio de la fuerza queremos recalcar que no existe punto de comparación entre la fuerza policial-militar de un Estado y, por ejemplo, la fuerza de una estructura subversiva. La asimetría es total. De ahí que el terrorismo de Estado pueda tener los alcances que hemos mencionado más arriba.
Esta delimitación que hemos elaborado con la finalidad de caracterizar el fenómeno del terrorismo de Estado, no solamente está lejos de agotarse ahí, sino que a ella se suman otros aspectos y elementos, como, por ejemplo, la necesidad de dilucidar jurídicamente entre la violencia terrorista ejercida por Estados dictatoriales y la que pueden ejercer Estados formalmente democráticos. Acá también existen distintas interpretaciones según la doctrina jurídica. Y la discusión no es netamente teórica para diversión de los filósofos del derecho. Veamos porqué.
Los Estados dictatoriales son relativamente fáciles de reconocer y suelen ser condenados abiertamente por la comunidad internacional. Es probable que sus acciones terroristas, sean contra su propia población u otra, caigan en la clasificación de delitos de lesa humanidad y gracias a eso los responsables puedan llegar a ser procesados en tribunales internacionales.
Pero en el caso de los Estados democráticos, es difícil distinguir si las acciones que podrían configurar terrorismo de Estado son efectivamente tal. Incluso, en contextos democráticos, es común que estos Estados utilicen agentes paraestatales para ejercer el terror. Entonces, en estos casos, ¿qué tribunales deberían administrar justicia? La dificultad en estas situaciones es enorme porque, por razones obvias, ningún Estado reconoce en sus marcos jurídicos la figura de Estado terrorista.
Para profundizar más en este tema, próximamente abordaremos el terrorismo de Estado con perspectiva histórica. Y, posteriormente, finalizaremos con una entrega sobre la actualidad del fenómeno.
Fuentes utilizadas en este artículo:
https://scielo.conicyt.cl/pdf/estconst/v13n2/art08.pdf
https://www.corteidh.or.cr/tablas/r31200.pdf
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2395-91852018000100307&lng=es&nrm=iso
Acerca del Autor de este Artículo
ANDRÉS FONSECA LÓPEZ
Profesional en Ciencias Sociales, Económicas y Gestión de Proyectos. Licenciado en Filosofía, estudios de Máster en Psicología y posgrados en Trabajo Social, Innovación y Emprendimiento. Especializado en Estudios del Desarrollo, Economía Política, Cooperación al Desarrollo y Derechos Humanos.
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